jueves, 6 de diciembre de 2012

TANTOS LIBROS

Uno de los libreros de la biblioteca de Juan Pascoe.

La bibliofilia es un padecimiento progresivo y mortal, suele decir un tío mío, librero de ocasión, cuya pasión libresca, arraigada fuertemente en la primera infancia, lo ha llevado al extremo de vivir de, por, para, con y, literalmente, entre sus libros. Incapaz de dejar pasar una buena oferta, con la brújula dispuesta hacia el negocio, de colmillo largo y visión de lince, habituado a respirar el polvo de las librerías de viejo desde el momento en el que nació, utiliza su tiempo libre para visitar librerías, tianguis, mercados de pulgas, subastas, bibliotecas públicas y particulares en busca de aquellos ejemplares que hacen falta en sus múltiples colecciones personales. Sus viajes nunca dejan pasar la visita a la biblioteca, librería o sección del museo dedicada a los libros. Coleccionista de papel antiguo, papel de guardas, separadores de libros, ex libris, tarjetas de librerías, sellos de encuadernadores, colecciona también recortes de obras de arte, fotografías y dibujos siempre y cuando exista entre sus imágenes un libro retratado. Una de sus primeras bibliotecas fue, por supuesto, la de libros que hablan sobre libros.

 El bibliófilo coleccionista lleva consigo una acumulación desmesurada, bibliotecas de por lo menos cinco mil ejemplares, toneladas de papel que sólo sirven en su conjunto a él mismo. Una biblioteca personal es intransferible. Imposible de heredarse, tiene el fatal destino de la disgregación posterior a la muerte del que la conformó. Si la colección tiene la suerte de quedar resguardada como un legado público, sirve de retrato y santuario dedicado a su antiguo propietario. Así son los libros. Los adoramos, los acumulamos y con el tiempo, las preguntas acerca de esta venerable afición acosan al propietario y a sus cercanos: tanto dinero invertido, tanto tiempo ocupado, tanto espacio destinado a papeles y papeles que a veces se abren solamente una vez durante toda una vida. 

Un libro es un libro. Poderoso por definición, múltiple y único, una colección de libros en torno a un tema, un autor, potencia su poder individual. Cómo se envidian esas pequeñas colecciones dispuestas con amoroso orden. Recuerdo, por poner los primeros ejemplos que me surgen en la cabeza, la colección de primeras ediciones de Octavio Paz pertenecientes al impresor y editor Juan Pascoe, con todo y la edición de 1979 de Hijos del aire, impresa con tipos móviles por él mismo en su prensa del siglo XIX; la colección de mujeres poetas de Alí Chumacero "las pongo separadas para que no se les pegue lo tarugo” nos contó en una entrevista que le hicimos Jorge Navarijo, José Luis Lugo y yo en 1996. La colección impecable de Miguel Covarrubias del editor Ramón Reverté, todos los ejemplares con sus camisas originales, impecables y forradas con amorosa devoción y mylar libre de ácido; recuerdo también la colección de diccionarios del traductor Gregory Dechant, ocupaba casi la mitad de su pequeño departamento en la colonia Cuauhtémoc. Las colecciones, esos pequeños oasis en el cúmulo de ejemplares, son tesoros completos o casi; la biblioteca, en cambio, nunca está terminada. 

¿Y qué hará con su biblioteca cuándo se muera? Pregunta dolorosa, empeñosa y necia que suele hacerse a los acumuladores de libros, que se hace un bibliómano a él mismo. “Regalar una biblioteca es como regalar un tigre: nadie sabe qué hacer con ella” nos dijo José Luis Martínez cuando visitamos su biblioteca; no sabía entonces cuál sería su feliz destino. “Yo soy a la idea de que los libros deben regresar al mercado. Mis sobrinas son mis únicas herederas, podrán vender esos libros porque a cada uno le he puesto su precio en dólares al momento de adquirirlo” nos confesó Felipe Solís; tenía un departamento destinado exclusivamente a sus libros de arqueología. La falta de espacio, la necesidad económica, la presión de los cercanos, la religión, el amor, la guerra, la mudanza, también son motivos de disgregación. “Mis hijos dicen que less is more”, se lamentaba un doctor obligado a dejar su enorme casa de las Lomas por un pequeño departamento mientras vendía su biblioteca. “Quise donarlos a la biblioteca de mi facultad, pero fue imposible” me dijo con ojos llorosos una investigadora de la UNAM antes de ofrecerme siete mil ejemplares a un precio bajísimo. 

El que gusta de comprar libros sabe que son objetos caros, después del desembolso, entran a las casas  en lugar privilegiado, se disfrutan, se desquita el gasto; en cambio salen y se pierden de manera dudosa: ¿Pero dónde dejé ese libro?, terminan regalándose: Sabía que él-ella lo iba a apreciar tanto como yo o rematándose a precios risibles. Los libros de la biblioteca de Chucho Reyes fueron vendidos en un local obscuro dentro de un restaurante de la Zona Rosa, cada uno marcado con su ex libris de cuero y numerosas tripas (como suele llamarse en la jerga librera a los papeles que salen de los libros viejos). Cartas, notas personales, fotografías, dibujos, recortes de revistas y periódicos, salían volando de cada ejemplar que adquirimos. Los precios de los restos de esta gran biblioteca fueron puestos según su tamaño: grandes, caros; medianos, de medio costo; chicos, baratos. Guillermo Tovar de Teresa contó cómo rescató los libros de la biblioteca de Agustín Marcos Orortiz de una casa desvencijada en la colonia Roma después del terremoto del 85. “Los pagamos entre tres personas, el resto se los di al librero Ubaldo López para que los vendiera”, dijo en entrevista. 

Un libro junto a otro libro junto a otro libro. “Qué bonita es tu casa, llena de libros”. “Quiero una biblioteca así que adorne mi sala”. “Éste es el mejor muro: allí mandaré hacer un gran librero”.  Los libros conviven, se retroalimentan, se empalman uno con otro: visten. Exponen sus lomos coloridos de letras. No faltan las bibliotecas huecas: “Véndame diez metros lineales de libros rojos”, “No importa el contenido, los encuadernaré en cuero con mis iniciales en el lomo, grabadas”. Los libros acumulados son motivo de presunción y orgullo, pero también son estética. No es casual que en las últimas ferias de arte contemporáneo haya más de un artista que ocupe libros viejos por su belleza. ¡Ay, los libros! Cada vez más devaluados. Más vale en vez de tirarlos, convertirlos en piezas decorativas: esculturas, muebles, túneles, torres de babel, paisajes borgianos, arte contemporáneo. Hay quien decide ordenar su biblioteca por colores o con algún modo caprichoso que responde a una composición visual. Martha Elion acomodó el entrepaño superior de su biblioteca en pequeñas torres dispuestas con un acomodo geométrico y angulado. Hermoso. Quién no suspira después de reacomodar el librero personal, sacudir el polvo a los ejemplares, disponer de nueva forma los objetos que cariñosos se acomodan junto a los libros unas veces para sostenerlos, otras solamente para acompañarlos. La lectura de los lomos formados ofrece una posibilidad más de creación estética y libresca. Lo invito, lector, a formar un poema aleatorio con los títulos en los lomos de su sección favorita del librero.

Sin duda, el mejor contenedor de la biblioteca es el librero, pero a veces los libros se extienden hacia otros rincones de la casa. “¡Cuidado con las pilas de libros! Están en perfecto equilibrio, si se caen, sería una tragedia”. “Haz a un lado los libros y comemos”. Una vez compré una buena biblioteca de libros antiguos de música que estaba bien acomodada debajo de una cama; nunca falta un bonche de libros a un lado del excusado. 

 La relación y el acomodo de un libro después de otro responde al espacio, pero también a las historias personales. Hay quien no puede separar dos libros que se compraron el mismo día: "Me recuerdan la tarde en la que conocí a M", o los de un mismo viaje: "Todos éstos los compre en Strand. Fue una ganga". A veces las editoriales ofrecen motivos de acomodo: en más de una biblioteca he visto reunidos los Breviarios del Fondo de Cultura Económica, los Crisoles de Aguilar e incluso todos los publicados por Siglo XXI en ese pequeño formato de un cuarto de oficio. ¿Cómo arreglar la biblioteca? A veces la solución responde a ideas prácticas: "Todos estos los ocupo para preparar mis clases". Hay quien se puede mandar hacer lujosos libreros de maderas exóticas, sofisticados diseños de reconocidos diseñadores o arquitectos. Casas enteras para los libros. El arquitecto Isaac Broid diseñó una casa-librero que en vez de sostenerse con los usuales procedimientos de ingeniería, se vale de los libros para conformar la base estructural. Ojalá se construyera. Para mí, los mejores libreros son de madera, ocupan la totalidad de un muro de piso a techo, son de entrepaños pequeños a lo largo (en los espacios largos los libros tienden a caerse hacia un lado, lastimando sus puntas), a lo ancho (los libreros profundos provocan acomodos en dos pisos) y a lo alto, para no desperdiciar espacio. 

¿Y ya los leíste todos? Ante la pregunta ingenua, respuesta obvia: no todos los libros son para leerse. Bastan unas cuántas multiplicaciones para saber que hay más libros que vida: cincuenta y dos semanas al año (si suponemos que leemos en promedio un libro por semana) por sesenta años de vida (si suponemos una vida media lectora) es igual a tres mil ciento veinte libros en una vida. Apenas una biblioteca de mediano tamaño. Tal vez espacio y tiempo es lo que más se echa de menos cuando de  la biblioteca se trata. Bien dice aquella frase usual en los separadores que regalan las librerías: tantos libros y tan poco el tiempo.

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Este texto lo escribí para la publicación que se regalará durante el Foro de Ediciones Contemporáneas V Edición, que se llevará a cabo en el Museo Carrillo Gil del 7 al 9 de diciembre de 2012.
Acá está la publicación completa, aquí el programa.









lunes, 26 de marzo de 2012

Hacer libros, diseñar para mis ojos.

 Hacer libros es lo que más disfruto de mi trabajo. Pensar en el formato, elegir el diseño tipográfico, crear la estructura. Seleccionar el tipo de papel, decidir la imprenta y los procesos de producción. El tipo de encuadernación, los materiales.


El diseño es un servicio, un oficio clientelar que mantiene satisfecho al que lo solicita. Cuando desaparece la figura del cliente y se diseña para uno mismo, el compromiso es mayor y tomar decisiones cuesta más trabajo, pero es emocionante.

Acaba de salir de la imprenta el libro Siempre te amaré de Alejandro Magallanes. Un trabajo lleno de cariño, en el que participó el maestro Arturo Limón, mi impresor de cabecera, el maestro Jorge Solorio, tal vez uno de los mejores encuadernadores industriales en la ciudad de México, y mi querido equipo de trabajo: Liliana Zúñiga, Roberto Palomino, Alejandro Farfán. También siguieron el proyecto de cerca Jorge Brozón, Rafael Pachiclón Rodríguez, Danko A. Pezzi, Karina Torres, Cristin Bierle, y sobre todo el mismo Alejandro Magallanes. Recibí comentarios valiosos de todos los amigos que por trabajo o amistad nos visitan en Acapulco. Me gusta ser mi propia clienta. Cuento con el apoyo de todos ellos para decidir, elegir y saber que el objeto que preparo estará a la altura de mis ojos. Gracias a todos.





Además del diseño, hice la edición. Revisé más de 100 libretas, seleccioné los dibujos más inquietantes, los que tienen que ver con lo íntimo. Eliminé los que después se convirtieron en diseños o ilustraciones. Durante el proceso, Alejandro se preguntaba si valía la pena publicar esos dibujos personales. ¿Para qué?, me preguntaba. Él mismo se respondió en esa joya de texto que escribió para el libro y que se puede leer aquí.

Los colores del papel hacen una especie de capítulos que se forman y deforman: blanco para los dibujos que son composiciones formales, amarillo y naranja para retratos que son personajes y personajes que son retratados. En el pliego rojo está la enfermedad; el rosa lo reservé para una sección erótica casi pornográfica. El verde y azul reproducen de modo casi facsimilar dos libretas. 












El último pliego es para las ilustraciones a color. Al final está la imagen que le da el título al libro, "el gesto amargo de quien se mea en lo que ama", dice Guillermo Sheridan en el genial prólogo que escribió para Siempre te amaré. El libro se puede ver completo en la página web de Ediciones Acapulco: edicionesacapulco.mx




Nos vemos en Acapulco

Esta pequeña y bonita editorial nació hace más de un año con el nombre de Ediciones de la Galera, gracias a la insistencia y confianza de mis amigos Pedro Poitevin y Mónica Nepote. Casi al mismo tiempo, ambos me pidieron que publicara sus libros, Eco da eco de doce a doce y Hechos diversos. Ambas ediciones ya están agotadas o están a unos ejemplares de agotarse. Unos meses después, en el verano de 2011, decidí cambiar el nombre de Galera por Acapulco por varias razones: Acapulco 13 interior 7 es nuestra dirección; los amigos y clientes que nos visitan suelen decir nos vemos en Acapulco. Además tenemos una buena azotea. Me gusta que el numero exterior es el de la mala suerte y el interior es el de la buena, equilibrio surfero en Acapulco. Que las olas nos lleven a buenos puertos.


el 29 de marzo a las 19:00 horas 
a festejar la aparción de un nuevo libro



En la mesa hablarán Cristina Faesler, directora del Museo de la Ciudad de México y genial editora; Ricardo Pohlenz, escritor y crítico de arte; Daniel Guzmán, artista, dibujante y hombre que sabe hacer libros; Alejandro Magallanes y Selva Hernández. Al final habrá musica bailable programada por nuestro querido Watchavato y tequila cortesía de Alacrán.

Todos están invitados.

martes, 21 de febrero de 2012

Mínimo y simple




Hace tiempo que la ilustre poeta Mónica Nepote me invitó a participar dentro del consejo de redacción de la revista Tierra Adentro. En las reuniones de consejo platicamos, discutimos, nos divertimos. De esas lúcidas horas de charla con Elisa Corona, Luis Carlos Hurtado, Antonio Parra, Balam Rodrigo, Jezreel Salazar, Romeo Tello A., Natalia Toledo,  y la triada formada por Mónica Nepote, Rodrigo Castillo y Mauricio Salvador salió el último número, que tiene entre sus tres ejes temáticos uno dedicado al exceso de diseño que vivimos. Mínimo y simple se llama el ensayo que escribí. Está bien ilustrado con las composiciones de John Maeda, autor de The Laws of Simplicity.





En nuestra sociedad de consumo, durante los últimos cuarenta años, hemos llegado a aceptar que una gran variedad de productos necesarios e innecesarios estarán a nuestra disposición todo el tiempo. Esto ha llevado a la sobreproducción y la competencia que, a su vez, ha llevado a la virtual extinción y agotamiento de todo tipo de recursos. Si pudiera enseñarse a la gente que al reducir su consumo diario, se beneficiaría su salud y el término de vida de sus hijos y nietos incrementaría, los planificadores podrían comenzar un nuevo sistema de producción mundial.Una vez que la gente hubiera aceptado la idea de comer sencillamente y de comprar pocos productos innecesarios o ninguno, los productores y líderes de la industria podrían introducir una nueva estrategia de producción. Se basaría en el uso de menos materiales, materiales que pudieran reciclarse, y en hacer que los productos duren más.Al mismo tiempo, los líderes industriales crearían equipos de diseñadores, sociólogos, expertos en distribución y otros para planificar las formas más económicas de producción, comercialización y distribución. El diseño sólo puede jugar un rol importante si es parte de un plan económico total que esté dirigido hacia el ahorro de energía de todas las maneras posibles.

  
Peter Brattinga, El diseño en un mundo finito. El planeamiento de la producción futura, 1976

Después de leer este postulado de los años setenta sobre la sociedad de consumo y el papel del diseño en este juego de promociona-vende (ustedes los mercadólogos tienen el poder, les digo a mis alumnos de Mercadotecnia), se me ocurrió la idea de escribir una novela de ciencia ficción, una sociedad utópica. Lo malo (y lo bueno) es que ese no es mi oficio, así que dejo el primer párrafo de este ensayo por si llega un escritor aficionado a la ciencia ficción y le gusta la idea:

Imagine, lector, un mundo en el que los objetos son eternos. Su funcionamiento perfecto está sumado, en este mundo ideal, a una estética perdurable, de observación incansable. En este imaginario, los niños nunca corren peligro de muerte al usar artefactos como jarras de vidrio o estufas de gas: juegan a sus anchas, nada los detiene. Las señoritas son hermosas porque dejan fluir su belleza natural, jamás son intimidadas por los valores publicitarios porque esta práctica es innecesaria. Los hombres y las mujeres se concentran en la producción, la creación, el aprendizaje o la enseñanza. Como en todas las sociedades utópicas, las artes ocupan un lugar importante. Aquí no hay desperdicio del agua o contaminación: la naturaleza es respetada y al mismo tiempo se encuentra al servicio de la humanidad en correspondencia por el cuidado que ésta hace de sí misma. La electricidad, los insumos, el uso de los combustibles, es medido y controlado, por lo tanto inagotable. El lastre del desperdicio y la escasez está eliminado de nuestro pensamiento: existen menos preocupaciones. 
En este mundo ideal, la gente de cualquier clase social –no pretendemos eliminar las diferencias sociales- tiene acceso, de acuerdo a sus posibilidades económicas, a productos permanentes, funcionales. Los lujos barrocos del diseño exagerado, son sustituidos por una simplicidad sofisticada y preciosa. En este mundo minimal (es mínimo por que se rinde culto al no desperdicio) el cuerpo del ser humano tiene mayor importancia que el objeto. Este último queda sujeto a su cualidad servil. Por ejemplo, la ropa es diseñada para heredarse de madre a hija a través de cuatro o cinco generaciones; los automóviles también. Los muebles son reparados, jamás sustituidos. La gente consume la producción local y evita el transporte. Los héroes de nuestra sociedad, por supuesto, son los diseñadores y los productores, el conjunto de fabricantes. Aquellos visionarios, científicos de la forma, que desarrollan las cosas de uso cotidiano a través años de investigación y planeación, de pensamiento. 
Cada objeto lleva en su proceso de elaboración cúmulos de años de pensamiento ordenado, de planeación tecnológica, material y estética. Los gobiernos, conscientes de la importancia en el diseño, gastan la mayor parte del erario en la investigación para la producción de estos objetos. La fuerza de las naciones no corresponde a la abundancia de sus productos, al contrario: radica en la economía de sus gastos materiales, en el ahorro.

Lector: compre la revista. O mejor: venga a la presentación donde platicaremos con Alberto Chimal y Joaquín Rodríguez de escritura y tecnología, producción de cine en México y, como siempre, de diseño.

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